Gigliola Zecchin

Gigliola Zecchin

Es escritora y periodista cultural de radio y televisión. Nació en Vicenza (Italia).

Estudió letras modernas en la Universidad de Córdoba, Argentina.

Desde 1987 desarrolló el Departamento de Literatura para Niños y Jóvenes de Editorial Sudamericana en el que editó 250 títulos para diez colecciones.

Como autora, en este género, recibió en dos oportunidades el “White Ravens” Internacional.

Los poemarios: Paese, arte povera; In movimiento (finalista premio Olga Orozco Int.)  y Haikus venecianos, y del libro de arte: Qué sueño es este, realizado en Cantabria, España. Ediciones en Danza publicó su Poesía reunida 2000-2020.

Distinguida como “Ciudadana destacada de la Cultura” por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, y su ciudad natal, le otorgó la medalla de oro al esfuerzo y el trabajo. Ha recibido la condecoración de “Cavaliere” del Gobierno Italiano.

Es miembro de número de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación. 

Contar en Altamira, el techo que ampara a la prehistoria  (NAT Residencia de Arte - Artistas en el País de Altamira - 07/2022)

Breves relatos en el origen del gran relato del arte.

Inventar historias a la sombra de una herencia indescifrable.

Abrir la trama, enhebrar el hilo de la imaginación (ellos inventaron hace miles de años la aguja), ellas salían a cazar enarbolando la filosa Azagaya.

¿O era al revés?

¿Quién encendía el fuego?

¿Engendraban hijos por amor?

Defendían su cueva, ¿de qué peligros?

¿Eran dueños de un lenguaje?

Seguramente…

Altamira guarda en su imponente lenguaje un secreto no revelado.

Los bisontes policromos, los caballos rojos, los signos indescifrables hablan de un pensamiento antiguo que nos precede.

Y nos abre la gran pregunta.

¿Por qué lo hicieron?

Es la gran pregunta

Mi proyecto busca sentido en esa belleza. Juega con la invención de textos breves que ilustro bordando papeles y telas.

Recortes de cuero, cristales, huesitos pulidos, trozos de nácar pequeñas tallas de madera, esquirlas de sílex.

Hilo negro, hilos de colores.

Punto hierba. Punto atrás. Punto cadena.

Punto sombra.

El tiempo se alarga y pongo mi paciencia como homenaje en estos largos días de verano. Es un homenaje al país de Altamira. ¿Por qué lo hago?

Porque el arte nos hace vivir más plenamente.

Nos hace humanos. Hermanos.

Migrantes

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España.

Omóplato decorado. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto V. Schulmeister

Migrantes 

(Texto del audio)

Todos somos migrantes. Animales, pájaros, antiguos caminantes, solitarios peregrinos. Pueblos que marcharon con el color de su piel, la casa a cuestas, sus recuerdos. 

Dibujamos la rosa de los vientos en el aire antes de descubrir la bella geometría de una rosa, antes de que nos hicieran sangrar sus espinas.

Bajamos de las montañas, atravesamos los ríos y los valles comiendo los frutos salvajes de la vida.

Se cruzaron los caminos, a su costado se encendió el primer fuego, en la cueva (afuera el frío) se talló la piedra y antes de que el hierro aprendiera a matar. 

Con su oxido, con el carbón de ese fuego y las manos memoriosas dejamos una huella aquí en Altamira.

Nadie sabrá porque migramos otra vez. 

Nuestros son esos caballos rojos, los signos alados. 

La cierva y los bisontes, sin mirarse esperarán por siglos quizá alguien podrá, un día, descifrar el misterio.

Si eso sucede, háganlo saber.

Saber, a los migrantes, los protege de la sed, del hambre, de la intemperie. Aunque sigan caminando hasta el fin de la historia. 

El Alimento

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Cierva. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura

El alimento

(Texto del audio) 

La cierva encabezaba la veloz manada de hembras. Los cazadores estaban al acecho. Con los brazos en alto y sus largas armas. 

El cervatillo estaba en el centro y corría con dificultad. La pezuña había tropezado con una raíz, el dolor lo retuvo, atrás, atrás, quedo solo desorientado. Irguió las orejas, no supo buscar escondite. En el inmenso silencio se oían solo los pájaros.

Ahora sonidos, salían de la cueva. En cuanto lo vieron los niños lo rodearon. La cojera lo hacía andar desconfiado con el morro en alto. Buscando el olor de su madre.

Nunca habían tenido los pequeños un cachorro. La felicidad fue absoluta. Lo condujeron hasta el rincón que era su rincón y le ayudaron a recostarse.

El cervatillo se dejó estar. Ojos curiosos, por voces y gestos, manos tímidas que lo acariciaron, y le dieron agua.

Los adultos solo espiaban la ronda.

A la hora del sueño quisieron seguir cuidándolo, y se quedaron junto a ese juguete vivo y palpitante, querían dormir muy cerca.

Al amanecer, cuando fueron despertando. El cervatillo ya no estaba. Salieron a buscarlo, con cautela, en la media oscuridad. Trataban de no hacer ruido para no asustarlo. 

Los mayores parecían distraídos, cada uno en su tarea de la mañana. No dejaron de observarlos. El afuera siempre era peligroso.

Los niños lo sabían y de a uno regresaron a la cueva a sus pequeñas obligaciones, al amparo de su familia.  Uno lloraba.

A pesar del frío la comida se preparaba lejos. La fogata ardía ya con la pequeña presa. Escondieron su piel.

El alimento sostenía la vida de la banda. Era más importante que el juego y la alegría.   

El Cazador

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Bisonte hembra. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura

El cazador

(Texto del audio)

Ella lo vio de espaldas. Él estaba intentando encender el fuego, una varilla de madera girando sobre la corteza de abedul. 

Las chispas no salían. Se miró las manos. 

La que llegó de otra cueva, se puso de cuclillas, tomo el madero y clavo la punta en su lugar, trabajó con destreza. 

Pronto salió el hilo de humo, saltaron las chispas y las hojas secas se encendieron. 

El la miró entre herido y boquiabierto. Ella, las mejillas ardiendo, se refugió al amparo de su gente. 

Al día siguiente la buscó y cuando la vio, comenzó a aletear a su alrededor. Ella quedó envuelta en su olor y sin pensar también comenzó a mover sus brazos.  Embriagados de algo nuevo, se miraron.

Su madre comprendió. A eso habían venido los de una cueva a la otra.

Le entrego a la hija su ajuar. Dos pieles de cabra cosidos con la aguja de hueso. Un vestido de cuero fino bordado con conchillas. Y el cuenco de piedra.

Un tiempo antes le había marcado la señal en la frente, al pie del bisonte hembra, para anunciar que ya era mujer y había trazado, rodeando su cintura, una línea roja. Cuando se rompiera estaría preñada le hizo saber. 

Ahora él tenía que demostrar que podía ser cazador.

De acuerdo con el ritual, un hombre de su banda, quizá su padre, le entregó la vara con su filosa azagaya. 

Él, inclinándose la tomó bruscamente y la enarboló.

Si lograba una presa, ella, que había encendido su fuego, se quedaría.

Cruzó sin mirar atrás el bosque de robles.

La historia no cuenta si regresó.

El Deseo

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Cabeza de Bisonte en negro. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura.

El deseo

(Texto del audio)

Toda la vida había tratado de dibujar un bisonte. Solo supo cazarlo, ser el más certero y verlo caer, ver su sangre. 

Ahora viejo y cansado plegó sus propios huesos y aunque apenas veía, lo intentó.

A la luz agitada de la pequeña llama masticando la hierba y el hongo amargo que le ayudaría  a su mano y a su mente en la bruma de la piedra. Lo intentó.

Así era el morro, húmedo y chato. Si. La boca breve y casi amable. Si, bien marcada. La giba de su perfil, de manera más difusa la cresta.

Los dedos le temblaban y respiró hondo antes de trazar el cuerno amenazante.

La oreja, casi humana. Por fin el ojo, al ojo le puso especial cuidado.

Una mirada de comprenderlo todo y al mismo tiempo de sentirse en soledad.

Ya no le quedaba carbón. Ya no le quedaba energía..

En el helado amanecer emprendió el viaje. Solo quería irse.

Dejó la tibieza de su gente, su cueva, Y caminó, caminó hacia el agua sin fin.

Una luna, un sol que caía maduro, la arena y el azul, una especie de blando cielo al que se arrojó vencido.

Siglos y siglos pasaron. Fue entonces cuando emergió de la espuma. No él, solo su espíritu. Leve, invisible.

Caminó, caminó hacia la cueva. Un sol, dos lunas.

Y la extraña visión de una piedra enorme, rara, y seres cubiertos de colores. No era su cueva. No era su tribu.

Los evitó con la paciencia de los espíritus hasta que descubrió el hueco que estaba entre rejas, lo atravesó… y en la oscuridad.

Viéndolo todo como lo ven los espíritus, buscó su dibujo del bisonte.

Se redujo a un punto negro brillante como puede hacerlo un espíritu y se puso al fin a descansar allí en la pupila mansa de su criatura.

Desde allí nos mira, para siempre.

El Jefe

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Bisonte Negro. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura

El jefe

(Texto del audio)

Negro. Solo carbón y trazos firmes. Es como me ven todos entre antiguos caballos rojos, hermanos policromados, la cierva rosa, tan bella. Y yo, con mi cresta desgreñada de bisonte.  

Ser el jefe de la manada es lo que me tocó.

De pronto en una estampida todos salen detrás de uno que avanza. Eso hice… sin mirar a los costados, era una emboscada. 

Hacíamos temblar la tierra. Somos gigantes pero sabemos correr trepar, saltar sobre arroyos y grandes piedras hacia la espesura de los bosques. 

Ellos, erguidos en dos frágiles piernas, nos persiguen, nos observan, mientras, persistentes, nuestras pezuñas cavan bajo la nieve o quiebran el hielo.  Buscamos raíces, musgos, brotes verdes. 

Quedábamos pocos, éramos su sustento. Mujeres, hombres y niños. Todos dependían de la caza.

Nosotros no comíamos hombres ni animal alguno, solo mascábamos a ras de la tierra. 

No merecíamos la muerte.

Ese ha sido el motivo del encuentro. La manada vino a verme, con pocas crías, nacidas en primavera.

Entraron por la boca de la cueva, uno tras otro. Mientras los humanos dormían. 

MI manada tomó una decisión. Recuerdo bien la respiración de los que quedaban y estuve de acuerdo.

Había  que buscar un bosque libre de cazadores, tenían que dejar de huir, de temer. 

Su partida precedió el abandono de la banda, ellos también abandonaron la cueva. Habrán buscado otro refugio, otras formas de supervivencia. Ellos también tendrían que irse a otras tierras. De las que nada sé. 

Ahora estoy aquí, pintado con arte por las propias manos que enarbolaban el filoso sílex que nos hería.

Aquí quedé. Como un mensaje al futuro, como un ex voto. Quien sabe que promesa.

Negro, carbón y trazos firmes.

El Sueño

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Bisonte recostado. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura

El sueño

(Texto del audio)

En un hueco del suelo, encogido en si mismo, el bisonte se quedó dormido.

Soñó con una mujer.

La mujer del sueño armaba un pequeño lecho de musgo al pie de un árbol. Se abrazó a su tronco apoyó en la corteza el vientre abultado. Comenzó a pujar De vez en cuando se quejaba con breves gruñidos. Esos gruñidos lo despertaron.

Abrió los ojos y la vio muy cerca, era la mujer del sueño, seguía aferrada al árbol, respiraba con agitación y seguía pujando.

El bisonte se quedó espiándola.

Ella con la cara enrojecida, hacia fuerza resoplando hasta que lanzó un bramido.

La cría salió de a poco, primero la cabeza y luego el cuerpo apenas ensangrentado, se deslizó hacia el suelo.

La mujer de cuclillas partió en dos una tripa larga que lo tenía atado a ella. Lo limpió con un manojo de musgo y lo tomó en sus brazos.

El bisonte cerró los ojos, no sabía si lo que acababa de ver era parte del sueño o si realmente la criatura que comenzó a berrear como un animalito era real. Permaneció inmóvil en su hueco. No quería asustarlos.

Sobre todo a la madre que acababa de parir.   

El Vuelo

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España.

Signo Rojo. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura.

El vuelo

(Texto del audio) 

El hombre que se batía el pecho cuando estaba muy solo.

El mismo que saltaba en uno y otro pie cuando se sentía feliz.

Lo recogió del suelo y lo sopesó, era liviano. Largo y liso, pulido por el tiempo, con pequeñas roturas. 

Examinándolo con cuidado creyó reconocer en el hueso, el eje de un ala de halcón. Lo sopló para quitarle el polvo y las alimañas que pudiera haber en su oquedad. 

Sopló y para su sorpresa el aliento se convirtió en sonido. 

Le tapaba con los dedos los orificios y el sonido cambiaba. 

Saltó en un pie y en otro pie.

Escondió su hallazgo entre la piel de su ropa y su propia piel. 

Volvía a menudo al sitio en el que lo había encontrado. Soplaba. Salían sonidos tristes y sonidos alegres. Graves y delicados.

Cuando sintió que había descubierto algo tan bello. Casi tan bello como el canto de los pájaros..  Saltó con entusiasmo. 

Hasta que un día mucho tiempo después, se sentó en la boca de la cueva para compartir la música de su flauta.  

Desde entonces, cuando soplaba el hueso, algunos bailaban. 

A veces un halcón giraba en el aire con sus graznidos, celebrando. 

La Sanadora

Imagen: Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España

Signos Negros. Cueva de Altamira © Museo Altamira Foto P. Saura

La sanadora

(Texto del audio) 

El camino de las hierbas se abría a su paso. Setas y raros hongos. 

El caldero de la memoria la llevaba a su madre. A esos mensajes que había recibido entre susurros, desde hacia tanto tiempo. 

Recogió las raíces de la aguileña que curaban las encías sangrantes. Arrancó brotes, esas hojas escamosas del ciprés servirían de alivio a los varicosos

Se bebe la infusión varias veces de sol a sol, según recordaba.

Encontró un manojo de hierba callera, buena para aplicar en las cortaduras. 

Tal como lo habían hecho siempre, esa noche de luna llena cumpliría el ritual: había que poner las hierbas a su alrededor dispuestas en su cuero de caballo, tender los brazos al cielo invocando a ese disco de ceniza luminosa.

Más sutil que el sol, dueño del fuego. 

Necesitaba empoderar sus manos, tan jóvenes todavía. 

De pronto, una sombra oscura se acercó a la luna, comenzó a morderla, a cubrirla poco a poco hasta tragarla del todo. 

En la noche oscura, creyó que la luna había muerto, como su madre.

Corrió a la cueva arrastrando el cuero tras de si hasta llegar al pie del código secreto. Envuelta en él se durmió vencida por la pena y el espanto. 

En la mañana salió de la niebla del sueño escuchando su nombre. 

Vio como venían hacia ella, uno gritaba de dolor, traía una pierna mal herida. Los otros la vieron despertar y la miraron extrañados. 

Es que parecía otra, quizá era otra.

El eclipse la había turbado de tal modo que su pelo negro había encanecido, de modo tal que vieron por fin en ella a la heredera de su madre, la sanadora. 

Artistas en el País de Altamira - Gigliola Zecchin

Las intervenciones, sobre las imágenes, realizadas por Gigliola Zecchin, durante Artistas en el País de Altamira, fueron el vínculo con el espectador para el desarrollo de los relatos.

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Que sueño es este (Arte en el Origen - 2019)


Inesperado camino.

Siento, pienso, toco.

Miro a los ojos al origen.

Antes de mi, miles y miles de años, incontables siglos.

El arte, el arte como un destino. Soy libre. Elijo las palabras, poner en palabras el enigma, las señales luminosas de la especie. Imaginarlos creando.

Me piden que dibuje. Solo tengo tinta azul, lápiz de labios, sombras de ojos y la yema de mis dedos. Maquillo pequeñas imágenes, temblando.


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